El uso del lenguaje

La investidura y las (malas) técnicas oratorias 
José Antonio Zarzalejos  Los políticos han de ser hoy profesionales multidisciplinares y, por lo tanto, controlar, entre otras, su dimensión mediática. Las carencias en este orden de cosas se perciben demasiado en los grandes acontecimientos de la vida pública condicionados ya —a modo de espectáculo— por la ineludible presencia de las cámaras de televisión.

El auditorio, como ayer en el debate de investidura, no es propiamente el Congreso de los Diputados, sino otro más amplio y heterogéneo: la ciudadanía. Se trata de un público al que hay que seducir y convencer, y hacerlo no sólo con argumentos, sino con énfasis, gestos, ingenio y capacidad persuasiva. La clase dirigente española, sin embargo —y ayer se comprobó de nuevo en la Carrera de San Jerónimo— desconoce las técnicas que diluyen la aridez de los debates y los transforman en un aleccionador y entretenido ejercicio de democracia social.

Cuando Barack Obama proclama como idea fuerza su estribillo de Yes, we can (sí, podemos), repitiéndolo incansable en todas sus intervenciones, no hace sino convertir su discurso en una suerte de melodía de referencia en los caucuses del Partido Demócrata. Nuestros políticos desconocen esas técnicas oratorias que sólo de vez en cuando aparecen como extraños hallazgos. Por ejemplo, Esperanza Aguirre —en realidad, su speech writer— en el Foro de ABC el pasado lunes cuando utilizó como anzuelo de su discurso la expresión “no me resigno…” hasta en una docena de veces.

Ayer, pareció que Rodríguez Zapatero emplearía una técnica similar con su reiterada mención a “mi idea de España” que, sin embargo, luego no desarrolló. Por su parte, Mariano Rajoy esbozó una oratoria interrogativa de la que desistió enseguida, volviendo el uno y el otro a la rutina de leer —textos larguísimos, por cierto— sin levantar la mirada de los papeles, incurrir en un hieratismo gestual aburrido, hablar a una velocidad excesiva o hacerlo de forma arrítmica, desplazar el humor o la ironía elegante en determinados pasajes de sus intervenciones o perpetrar graves fallos de pronunciación —Rajoy se come la letra d con peligrosa frecuencia, hasta el punto de haber pronunciado Machao en vez de Machado, en referencia al insigne poeta, y Rodríguez Zapatero se pierde en oraciones subordinadas—.

Los dos, en definitiva, volvieron a olvidarse de que allí estaba la televisión, y semejante olvido les llevó a graves fallos. A tal punto, que el presidente en funciones entró en debate con un parlamentario del PP —Miguel Arias Cañete, que le increpó— cuando debió aislarse de las interferencias de los grupos, y el líder de la oposición actuó con una corbata de color verde —inapropiada con el terno que llevaba y tono de difícil telegenia— y se presentó con una barba en exceso cerrada que le opacaba el rostro hasta oscurecerle sus facciones, destacando sus abundantes gesticulaciones faciales. En definitiva, desde el punto de vista técnico —podría decirse que comunicacional—, el debate de investidura en la sesión de ayer fue muy pobre y rutinario y, hasta cierto punto, desalentador porque aleja a los ciudadanos del debate público, de la confrontación de argumentos y, sobre todo, del aprecio de la política en su versión parlamentaria, que es, desde el punto de vista visual, la más atractiva y comprensible.

Estas observaciones no son banales. Por el contrario, remiten a un grave problema, que es el de la falta de profesionalidad de los dirigentes políticos —también de otros en diferentes ámbitos—, que siguen sin manejar la variable mediática como un factor definitivamente estratégico porque la sociedad actual —que es una sociedad líquida en expresión de Bauman, es decir, sin convicciones firmes y duraderas— resulta muy vulnerable a las percepciones y a las sensaciones, de tal forma que la capacidad de los políticos de alcanzar la empatía con sus auditorios se consigue tanto con el fondo de sus propuestas como con la forma de plantearlas y de representarlas. Lamentablemente, el debate de investidura de ayer resultó antiguo, un dejá vu que envejece la política española y que no ayuda a recuperar la poca estima en la que le tienen los ciudadanos. Me pregunto si esta situación reiterada sucede por desidia o por ignorancia. Y sospecho que la causa última tiene que ver con la una y con la otra. ¿Y si la forma estuviese respondiendo también a un fondo argumental e ideológico igualmente superado y añoso, a una concepción del debate político anacrónico y desilusionado?